La ventana de la cocina es mi rincón favorito de la oficina. Es pequeña, estrecha, y su repisa blanca descansa sobre las tuberías enrevesadas de la calefacción. Cada día, tomo mi taza favorita -la de pintitas de colores que simulan ser un mosaico de Gaudí y que tiene un "made in Barcelona" en el culo-, me sirvo el café muy cargado que me acabo de hacer, la acomodo entre mis manos, aspiro, suspiro y me acerco a ella. Me siento en la madera tibia. Miro, tan sólo miro. Y me quedo colgada bajo el cielo blanco de Bruselas...
Al fondo, el Parlamento Europeo, esa sucesión de bóvedas de cristal azul que se cierran la una sobre la otra, como olas. Parece una estación de trenes de principios de siglo pero muy muy alta, con hechuras góticas. Es bonito. No se puede decir lo mismo de muchos de los otros edificios que lo rodean, esos que destilan un olor indudable a burocracia. Quelle horreur.
Partiendo el Quartier Europeen, dos hileras de pequeñas maisons de maître se apiñan cuesta arriba una detrás de la otra, otra detrás de la una, para ir morir a los pies de la maraña de vidrio y metal. Yo, desde arriba, asomada a esta brecha abierta en el séptimo piso de Residence Palace, no puedo dejar de mirar las tejas descolocadas, los contrafuertes de metal que contienen sus muros para evitar más derrumbes y sus ventanas sucias y opacas, que no devuelven ninguna mirada a la mía. En uno de los tejados alguien escribió con pintura blanca "Expo" y en un alfeizar oxidado se distinguen dibujos de colores. No sé por qué, pero la palabra "Belleville" me viene a la mente al ritmo del jazz de los Aristogatos. Ya véis.
Último sorbo al café. Vuelvo a estar dentro. Toca volver a Efe. Pero suave, suavemente.
(Sí, lo habéis adivinado, no me di cuenta de que estaba el disparador automático encendido!)