Qué hacer en una tarde como ésta en Bruselas.
Es agosto y llueve. Los viejos miran por una rendija de la ventana mientras fuman un pitillo. Las viejas se cubren con bolsas de la compra los frágiles pelos que guardan sus pequeñas cabezas. Los jóvenes se sientan frente a las ventanas mientras fuman un porro y miran a través de las rendijas de sus ojos. Las jóvenes intentan escribir poesía para olvidar la lana húmeda que se pega a sus cuerpos.
¿Y yo? Yo me recuesto en la veranda para oir las gotas que caen sobre mí, en el vidrio opaco del que resbalan las goteras, tal como cae mi ánimo. Respiro y espero. El musgo parece crecer, húmedo y esponjoso, sobre las pieles blancas y las nubes emborrascan hasta el más brillante ingenio.
Llueve, y hace frío. Es agosto, pero ya no se ve el mar. El cielo nunca dejó de estar gris en esta ciudad. No hay nada que hacer en Bruselas cuando llueve, llueve, llueve. Las bicicletas aparcadas, las aceras empapadas, las puertas cerradas. El óxido, y no el sol, dora los pies que no caminan.
Es una ciudad de marineros sin puerto, sin barco, sin rumbo.